¿Puede alguien estar gordo y ser feliz?
No está muy bien eso de responder una pregunta con otra pregunta, pero como este titular tiene trampa me voy a conceder esa licencia: ¿se puede pensar que el titular va en serio y que voy a disertar sobre cómo los gordos pueden ser felices y no pensar que me falta un hervor? En serio, si piensas que es un título que tiene todo el sentido del mundo es que el va falto de neuronas y reflexiones eres tú.
El problema es que todavía sigan existiendo contenidos que intentan responder a esa pregunta. Y no quiero ponerme agresiva con todo el mundo, seguramente algunos lo escribirán desde la ingenuidad de la búsqueda de clics, pero es una pregunta que para mucha gente puede resultar un auténtico puñetazo. Para empezar, si estás preguntándote si alguien que está gordo puede sentir felicidad es que, en parte, asumes que la ausencia de delgadez va ligada a la infelicidad. Y esto no sería un disparate, por supuesto, porque por desgracia sí influye en factores como la autoestima y la autoaceptación, pero no quiere decir que esté bien establecer una relación directa entre gordura y estado de ánimo. Directa, directísima, tan directa que Telecinco hace debates sobre esto con tertulianos que no pasan de la talla 36, como si una cosa llevara a la otra de una manera tan natural que hace falta ayudar a los pobres gordos a que aprendan a ser felices (seguramente, será diciéndoles que se pongan a dieta).
Si eres de los que de verdad piensa cuando ve a alguien que está gordo que es imposible que pueda tener una vida y una salud mental sanas déjame introducirte una palabra: gordofobia.
Gordofobia, mi experiencia personal
Llevo meses y meses queriendo escribir sobre este tema y sobre cómo ha vertebrado mi vida entera, sin excepción, desde que recuerdo. Sin embargo, siempre acaba sintiéndome desbordada, me derrumbaba y no me sentía mentalmente preparada. El otro día me abordó por Instagram la típica parejita-herbalife que vende que llevar una talla 42 es sinónimo de sentirte un infraser y me dio algo de fuerzas para darle a la tecla y rajar.
¿Es que nadie piensa en los niños?
Si pienso en mi infancia para mí hay una brecha que la separa en dos fases: cuando no estaba a dieta y cuando sí lo estuve. Es curiosa la mente, pero tengo recuerdos totalmente nítidos de mi pediatra (los pediatras con tacto será que en los 90 no se estilaban todavía) hablando de lo gorda que estaba esa niña que era yo y de la dieta que iba a llevar mientras mi madre le hacía preguntas para intentar que la dieta no fuera tan dura y el tío le respondía con una cara de haba de tira cómica.
Para mí estar a dieta fue una experiencia traumática, y no porque defienda que no lo necesitara, sino por cómo se desarrolló. Obviando que tenía que comer alimentos que detestaba y que a veces tenía que tragarme con lagrimones rodando por las mejillas, creo que fue la primera vez en la que tomé consciencia de que estar gorda estaba mal. Muy, muy, muy mal. Y mira que el insulto que me gritaban en el colegio siempre era gorda, pero hasta que el pediatra cara de haba no habló de mi dieta y todo empezó para mí había sido todo un juego.
Y no fue por la dieta, fue por el después. Cuando ya había adelgazado varios kilos y vino la primavera con el calorcito, adulto que me veía por la calle adulto que me decía la frase mágica:
“¡Qué guapa estás!”
Entonces la niña que yo era, de apenas 10 años, sonreía sabiendo que debía estar orgullosa pero en el fondo, muy en el fondo, sólo podía preguntarse: ¿Entonces antes estaba fea?
En serio: ¿qué nos pasa a los adultos? ¿Por qué nos empeñamos en volcar en otras personas los complejos propios? A día de hoy, sigo teniendo amigos que dicen esta frase de manera tan constante que me enervo. “Qué guapa estaba con un par de kilos menos”, “Si perdieras cinco kilos estarías guapísima”. Parece que la cara nos cambia cuando adelgazamos.
Cuando le decimos a los niños que están a dieta esas frases de mierda no somos conscientes de que les estamos llevando a que se conviertan en adultos que asocien la belleza con la delgadez. Y así la rueda nunca deja de girar.
Y luego viene una adolescencia jodida, unos años donde nos construimos de manera crucial y donde deberíamos aprender a querernos y en lugar de eso muchas de nosotras aprendemos a insultarnos, a dejar de comer, a meter tripa frente al espejo y desear no tenerla y maldecirnos por tenerla, a criticar a otras chicas por su físico porque odiamos el nuestro y a asociar cada fracaso de nuestras vidas a que no tenemos la delgadez necesaria para triunfar.
Al final, cuando adelgazamos los más felices son los otros, porque nosotras seguimos siendo incapaces de ver nuestra imagen en el espejo de manera objetiva.