Hola soy tu cuerpo - Hay Vida Después de la Oficina

Desde hace unos cuantos meses tengo que echarme mucha crema por el cuerpo. Muchísima. Probablemente más que en cualquier otra etapa de mi vida. Embadurnarme de crema es lo primero que hago cuando me despierto y lo último que debo hacer antes de dormir. Da igual si esa noche hemos estado bajo cero y hace demasiado frío en mi casa por la mañana o si lo único que quiero hacer al final del día es meterme debajo del nórdico y no saber nada de nadie. Me obligo a sobreponerme y a echarme crema, aunque tenga las manos congeladas. Y lo hago, porque no quiero que los problemas vayan a más.

Hace unos días, en mitad de este ritual autoimpuesto de ir descubriendo partes de mi cuerpo para añadirles la enésima capa de crema reparadora del día, pensé que nunca en mi vida había pasado tanto tiempo delante de mi reflejo desnudo en el espejo. Puede sonar a exageración literaria, pero el caso es que es cierto. Cada día me planto delante del espejo del baño y pongo extremo cuidado en que ningún centímetro de piel se quede sin cubrir; el contorsionismo teniendo en cuenta que paso por esto sola está asegurado. Y en esos minutos, cíclicos, repetitivos, angustiosos a veces, al principio me observaba con la paciencia y las ansias de quien se sabe enferma y solo quiere que las cosas mejoren, pero ahora también comienzo a mirarme con curiosidad. Curiosidad. Cómo se puede sentir curiosidad por un cuerpo que lleva siendo mío más de 32 años. Cómo es posible que a estas alturas ocurra esto. Pero ocurre. Por eso estoy escribiendo esto.

Tirando de este hilo de pensamientos llegué a la conclusión, nada ajena para mí, de que hasta estos meses mi cuerpo sin ropa había sido mirado más por otros que por mí misma. La relación con él nunca ha sido fácil, pero a la manera en la que nunca lo ha sido para cientos de miles de mujeres de mi generación. He crecido prefiriendo siempre la ropa de las estaciones frías y acostumbrándome a vestirme con rapidez cuando salía de la ducha. Nunca pensé que fuera nada extraño, ni inusual. Simplemente toda mi vida ha sido así.

Sin embargo, en estos meses en los que he tenido que explorar mi propia piel en busca de lesiones y heridas, para después cubrirla en innumerables ocasiones de cremas de distinto tipo (densas, blancas, transparentes, con y sin olores, rápidas y lentas en su absorción), creo que mi mirada ha cambiado sin que yo fuera consciente. Después de tantos años de ocultar parcialmente esta cáscara, de hacerme fotografías en posiciones estratégicas para que yo misma diera la aprobación a esas instantáneas y de dudar sobre todos estos elementos físicos que me componen, si hace tiempo me hubieran preguntado cómo creía que iba a cambiar mi mirada sobre mi propio cuerpo habría respondido que seguramente iba a ir a peor. O, al menos, hacia una posición más pasiva, menos atenta. Más calmada.

Me acuerdo muchísimo de mi amiga Carmen y de su propio proceso con una lesión que ha provocado que la relación con su cuerpo haya evolucionado todavía más y en ocasiones de manera forzada. Carmen me contaba que en toda esta odisea ha aprendido también a querer cuidar y proteger su propio cascarón, porque es de todas las formas posibles aquello que la sostiene. El lugar que habita. Y cómo no vamos a querer cuidar, mimar y salvar nuestra propia estructura.

Me cruzan ideas parecidas cuando vuelvo a la ceremonia de las cremas. Y me fijo en el punto de la cintura donde se expanden mis caderas, las marcas de los músculos que se adivinan debajo de la piel, la presencia tímida de las curvas de mis pechos, cada lunar, cada estría, cada tatuaje escondido, cada pelo, cada marca de tiempos anteriores, tiempos en los que no me paraba a observar mi desnudez bajo ninguna circunstancia. Normalicé totalmente vivir así. Esta mirada ha cambiado pero no a peor, como habría casi asegurado una versión pretérita de mí misma.

Me observo y en mí hallo ese sentimiento de protección y de agradecimiento del que me hablaba mi amiga Carmen. Es extraño; podría culpar a mi cuerpo de todos estos meses, de no curarse, de abrirse en heridas otra vez, de los dolores, los escozores, las quemazones, las noches sin dormir. Pero es una posibilidad que ni siquiera se me pasa por la cabeza. Vigilo el reflejo del espejo y solo me sale sentir que quiero protegerlo y conservarlo así, pero sano, por supuesto. Que quiero que se cure porque quiero curarme yo. Que quiero que nos curemos los dos. Que ese cuerpo soy yo. Cómo es posible si este cuerpo lleva siendo mío más de 32 años, me pregunto de nuevo. Cómo es posible que nunca lo haya sentido tan mío como ahora. Si me distancio de esta idea, me parece hasta demencial.

No quiero que todo esto se malinterprete. Mi intención no es que este texto sea uno de esos en los que destacas algo positivo de una situación de mierda. No. Si pudiera volver atrás y elegir pasar o no por todo esto, elegiría no hacerlo todas y cada una de las veces. No voy a obviar toda la erosión y los lugares oscuros a los que una condición así puede llevarte. Ojalá no haber pasado ni tener que estar pasando por nada de esto.

Pero no deja de ser sobrecogedor que esta sensación se acreciente a cada día que pasa y yo que no me cierre a ella sino que la reciba con curiosidad y cariño, evitando de forma automática acciones que podría haber llevado a cabo en el pasado como juzgarme o rechazar lo que estoy viendo. Es como si cada mañana y cada noche, cada momento en el que me pongo delante del espejo y empiezo a quitarme la ropa con desgana para comprobar el estado de mi piel y curarla, esa persona del reflejo me mirara con el mismo respeto con el que la estoy mirando yo y, en silencio, sin agobios ni presiones, se limitara a decirme: Hola, soy tu cuerpo.

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