La Habana - Hay Vida Después de la Oficina
*Fotos hechas con el teléfono móvil.

Perdí todas las notas que había estado tomando en nuestras semanas recorriendo Cuba después de que me robaran el teléfono móvil una noche en Zaragoza. Lo recuerdo porque fue lo que más me dolió. Me propuse entonces que, en algún momento, tenía que reconstruir nuestro viaje. Todavía no lo he hecho.

Sin embargo, llevo unos días volviendo de manera recurrente al magnetismo que me produjo La Habana. Había escuchado de todo, como suele ocurrir con todas las ciudades que se escapan de la norma: que era un espectáculo, que olía mal, que no era para tanto, que era peligrosa, que era la ciudad más segura del mundo, que estaba llena de turistas y de trampas para turistas, que era una maravilla… No sabía qué me iba a encontrar, y lo que encontré me pareció, si se me permite la redundancia, una suerte excepcional.

La Habana - Hay Vida Después de la Oficina
La Habana - Hay Vida Después de la Oficina

La Habana me dio la impresión de ser, ante todo, presente. Hay una parte en la filosofía vital de muchos cubanos de la que deberíamos aprender los que hemos sido criados en un sistema diferente, y es esa sensación de presente, de aceptación del momento que se está viviendo sin unas ansias excesivas por lo que vendrá después. Una amiga habanera comenzó a enseñarme esto mismo, sin que ella lo supiera, algunos meses antes de nuestro viaje.

Comprobé que tenían razón en que hay personas que en cuanto ponen un pie en la capital de Cuba se sienten decepcionados y disgustados. Supongo que son los mismos que acaban refugiándose en hoteles y restaurantes lujosos, yendo a los bares de salsa repletos de extranjeros o contratando esas excursiones que les aseguran que al único local que se van a cruzar es al que les va a servir los platos del almuerzo. Por mi parte, he estado revisitando las fotos de La Habana y siento una emoción extraña.

La Habana - Hay Vida Después de la Oficina

Sé que a todos puede ocurrirnos que visitamos un lugar al que sabemos que volveremos y a mí me pasó con esta ciudad enigmática y amable. Ahora mismo, parece que estoy viendo mis chanclas pisando sus suelos de asfalto irregular, mojados y brillantes al sol, llenos de carreras de niños y de gritos de vendedores ambulantes y conductores de diversa índole. En La Habana la gente combate el intenso calor de agosto en las calles, haciendo guardia en la puerta de sus casas o de sus vecinos, saliendo al patio interior del edificio (si lo tiene) y sacando sillas al exterior de la casa para sentarse y ver la vida pasar, también desde sus balcones. Creo que me volví adicta a los balcones de La Habana, siempre con movimiento, siempre con vida, siempre alguien tendiendo la ropa, alguien hablando por teléfono, alguien observando el resto de ese micromundo que es Cuba, más concretamente su capital.

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Los paseos se acababan convirtiendo en una mezcla de cemento y música, pues rara es la esquina sin una radio que viene de algún lugar, la música que se escucha salir de un paladar o alguien agazapado en una escalerilla tocando la guitarra o alguna percusión improvisada. Se habla del baile pero se debería hablar, también, de cómo parece que por la sangre de sus gentes corre la música, más por tradición o genética que por contemporaneidad, en cierto sentido.

Todavía se me hace extrañamente difícil traducir en palabras lo que esta ciudad me provocó y lo que hoy en día me despierta. Además, escribir sobre La Habana desde una casa tan lejos de allí es casi como hacerlo desde otro planeta, sobre todo si miro por la ventana, porque me faltan el gris salpicado de todos los colores posibles, las conversaciones a gritos con el vecino, la que vende guayaba justo debajo o ese calor tostado que acaba reflejándose en cada calle que gira y te invita a continuar y empaparte de ese lugar mágico e indescifrable.

 

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