Solemos hablar mucho de las que no están, pero apenas nos preguntamos adónde se fueron.

Si pienso en las fechas navideñas, una de las cosas que siempre me viene a la cabeza es la tristeza. No como algo dramático ni especialmente reseñable, sino más bien como un elemento que iba tomando forma poco a poco conforme íbamos apurando el mes de diciembre.

Tengo el recuerdo de mi madre cubriéndose de una neblina gris que espesaba un poco más sus silencios, y de sus ojos agitados cuando las palabras de alguien hacían brillar la memoria en pos de alguna de las personas que ya no estaban con nosotras. Crecí con esta circunstancia sin comprenderla del todo: ¿por qué no estar contenta en unas fechas tan divertidas, tan llenas de compañías, regalos y cosas ricas que comer? ¿Qué sentido tenía?

Ahora reflexiono a menudo sobre el alcance que el pasado tiene en nuestros presentes, y me siento algo insegura a la hora de colocar a mi alrededor no tangible a todas esas personas que hoy son una mezcla de ausencias y recuerdos. No me invade la melancolía, pero sí las ganas de retirarme a mi mundo interior cuando no encuentro ninguna respuesta a una pregunta que, por su longitud y su concreción, debería ser sencilla. ¿Qué pasa con las personas que ya no están?

Cada persona tiene su ritual particular o imitado de algún tipo de tradición. Las hay quienes miran al cielo; quienes felicitan las fechas al aire, confiando o no en que serán escuchadas; quienes forman parte de ritos orquestados en el nombre de alguna religión; e incluso las que niegan cualquier tipo de celebración porque el dolor en el pecho, la pesadumbre, es demasiado difícil de enfrentar y de esta manera, dicen, están guardándoles respeto a las personas que se han ido.

“Irse” es un verbo tramposo, demasiado polisémico, que nos viene fenomenal cuando no queremos manchar unas fechas que nos empujan (en ocasiones, de manera angustiosa) a celebrar y sentirnos afortunadas. Hablar de morir, de muertas, es como incentivar la bajona, quitarle fulgor a una navidad de rojos y verdes, villancicos y comedias románticas malísimas. O eso creemos.

De manera irremediable, pienso en The Leftovers, en la que la ficción gira en torno a una premisa que también tiene relación con “irse”, así, entre comillas: el 2% de la población mundial desaparece de forma literal y abrupta. De repente, sus cuerpos se evaporan, en cuestión de un pestañeo han desaparecido y solo han dejado sus ropas en el lugar que antes ocupaban sus cuerpos. La historia, en realidad, no orbita en torno a este acontecimiento sino en torno a cómo el resto de seres humanas (ese 98% que ha perdido en un segundo a familiares, amigas, parejas, compañeras…) intentan salir adelante. Sin comprender. Sin una explicación que alivie el dolor de esa pérdida tan imprevista y fulminante. Por supuesto, la sociedad, vulnerable y ávida de respuestas, se convierte en carne de cañón para movimientos sectarios, estafadores, religiones totalitarias (bueno, como si alguna no lo fuera), adicciones y deterioros variados de la salud mental ante la falta de soluciones.

Lo que tiene The Leftovers, que en verdad es una serie extrañísima que a veces sigues viendo sin saber muy bien por qué, es que retrata esa reconstrucción obligada de la vida en torno al vacío inexplicable que deja la desaparición de alguien a quien amas. Para mí esto siempre ha sido lo que nos iguala como seres humanas: atravesar la muerte de las personas que nos rodean, aceptar que llega un momento en el que solo existen en nuestra memoria, convivir con esa tristeza, pequeña y sólida, que es probable que jamás se vaya.

En una época en la que se suceden los reencuentros (y también los malestares y el agobio ante el enfrentamiento de la estructura familiar, que no es amable para todas las personas), yo misma me pregunto a menudo esto de qué pasa con las que ya no están. Habitan en nosotras, en nuestra manera de darle forma a todo aquello que recordamos de ellas, pero no puedo evitar sentirlo como un parche, una calima lejana en la memoria.

No tengo respuestas, pero tampoco me molesta no tenerlas. Asumo que, en mi propio caso, conservo un hueco para nada sufrido dedicado a todas esas personas que ya no podemos tocar, que ya no pueden interactuar con nuestros pensamientos, pero cuya presencia es ya abstracta. Abstracta, pero no invisible.

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