23 de febrero de 2012

– Tiene orejas de Alonso. Y la nariz igual. Si lo piensas, se parece al papá. Míralo bien, esa naricilla

Mi primo Rubén, con apenas unos días de existencia, se retorcía en la cuna con esos ojos negros y profundos de vida recién estrenada. Sus orejas delataban que había sacado el parecido a la madre, en primera instancia, y de ahí el camino estaba claro: su abuelo materno. Pienso en mi tía, en su madre, y en su labio que seguro tembló ante la rabia de no haber podido presentarle su hijo a su padre. La misma rabia triste que tuvo que invadirla cuando su padre no pudo llevarla al altar, fruto de una muerte prematura que nadie entendió pero que todos tuvimos que aceptar porque no había otra alternativa.

¿Por qué a él? Yo tenía seis años y vestía una incomprensión despiadada y dolorosa. Mi padre me dijo que la gente se va, y a veces no importa si son jóvenes o viejos, que simplemente se marchan. Y yo recuerdo los sollozos de mi hermano en el baño, con mi madre y mi tía, y la ausencia del abrazo que creí, al entrar ese día en casa, iba a darle a mi abuelo.

Nos dejaste tus recuerdos. A mí, tu voz. Tus manos ásperas. La montura de tus gafas. Las bromas que legaste a mi hermano, ese humor Alonso que no decae, que sigue en tu hija, y en tu nieto… Esa mirada aviesa y esas orejas de Rubén, de Legolas que dice mi padre; de ti, que pensamos todos.

De ti. De tus recuerdos y la estela que toda persona deja, sobre todo si es querida, si es tu sangre, como tú. Tu sangre, que sigue aquí. Con nosotros. Latiendo en nuestras venas a pesar del parón de tus latidos.

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