Cuando el cielo se acaba - Hay Vida Después de la Oficina

Todos los 17 de marzo miro al cielo, especialmente a la hora del atardecer. Lo hago desde hace 11 años.

Fue un 17 de marzo cuando la muerte afectó a mi consciencia de manera directa por primera vez. Hay personas que nunca han vivido una situación así, hay otras que por desgracia la han atravesado varias veces, pero no me cabe duda de que de toda experiencia de duelo inevitable se puede sacar un aprendizaje. Así lo veo ahora. Tal vez hace años me dejaba cubrir más por la tristeza, aunque si visito mis recuerdos desde el día de hoy no siento rabia, ni melancolía, ni ganas de bramarle a la justicia. Siento un orgullo tímido por seguir rememorando esta fecha y notar que el pecho se me llena de amor, amor por la persona que se fue y amor por todos los que compartieron conmigo la desorientación de la muerte, y todos aquellos que se convirtieron en refugio para acompañarme en esos días tan nuevos, tan raros, tan llenos de un dolor hasta entonces desconocido.

Me sigue gustando escuchar la voz de Serj Tankian afirmando que el cielo se ha terminado, porque ese día sentí que, de alguna manera, para mí una parte del cielo se había terminado para siempre. Y sin embargo no lo siento como algo negativo, sino más bien como una reafirmación en que todo está en constante cambio, y de nosotros depende no solo aceptar ese cambio sino también acogerlo y mecerlo entre nuestros brazos.

Hoy he releído algunos textos escritos ese 17 de marzo y es curioso reconocerse en las palabras que atraviesan los años imperecederas. Es difícil que mueran cuando hablan de emociones tan primarias.

Cuando alguien se va el cielo se acaba, sí. Pero también sigue siendo inmenso.

17M (2016)

La presencia de este día me envuelve en una película plomiza y gris que hace que me pregunte si soy yo misma la que ya, acercándose la fecha, se descubre el pecho y espera en silencio los disparos. Hace que me sienta tan triste que a veces es difícil comprenderlo.

Miro al cielo una y otra vez y vuelvo a recordar que fue tu ausencia la que me enseñó lo que eran las ausencias, y no porque las anteriores no fueran reales sino porque la tuya fue la primera que sentí totalmente irreversible. No hay consuelo cuando alguien se va de manera definitiva, cuando debemos aceptar sin más, y sin más de verdad, que alguien va a desaparecer por completo de los días que nos quedan por vivir. Comprendí que la muerte es la única certeza que nos afecta a todos por igual y el único episodio que debemos acatar sin alternativa.

Siempre espero al atardecer porque me hace pensar en ese otro atardecer de marzo en el que por primera vez me sentí brutalmente desorientada en mi propio barrio, y por unos segundos olvidé el camino a casa. Todo el día había sonado en mi cabeza sin cesar la voz de Serj Tankian diciendo que el cielo se había acabado, y en los naranjas de los últimos coletazos del invierno te vi yéndote hacia una realidad a la que yo no podía acceder por mucho que alargara la mano. El cielo se había, en parte, terminado. Aunque no pudiéramos afrontarlo.

Hablaba hoy con una amiga que no sé si es por el día o por la cercanía de la primavera que mi pecho se agita y se llena de niebla que al final acaba escapando a través de mis ojos, salada y cristalina. Pero lo cierto es que todos los años desde que me suena el despertador los mismos versos me vienen a la cabeza y camino todo el día con ellos, y contigo, y con todas las sensaciones que tu ausencia irreversible me dejó y nos dejó pegadas a la piel.

Todavía puedo rozar esa desorientación; también el dolor en el corazón cuando desperté de súbito de madrugada y no me quedó más remedio que acordarme de que ya no estabas. Que a partir de ese día teníamos tu ausencia y tus recuerdos, y que debíamos aceptar que te habías ido para siempre.

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